Retrato de María Antonieta pintado
por Élisabeth Vigée Le Brun (1783)
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La antipatía hacia la reina era muy profunda, era acusada de despilfarradora y frívola. Su afición a la moda y a celebrar ostentosas fiestas no podía caer bien a un pueblo que sufría la carestía y el hambre. Tampoco gustaba su influencia sobre el Rey y sus injerencias en la vida política. Fueron comunes las campañas de desprestigio contra su persona casi desde su acceso al trono de Francia
Esta antipatía había aumentado tras el comienzo de la Revolución y, especialmente, desde la guerra con Austria. Para referirse a ella se utilizaban expresiones como "La austriaca", "Madame déficit", "Madame veto".
Mostró cierta dignidad durante su encarcelamiento en la Conciergerie en una celda sin ventilación y sin intimidad, siempre a la vista de sus guardianes, separada de sus hijos.
Mostró cierta dignidad durante su encarcelamiento en la Conciergerie en una celda sin ventilación y sin intimidad, siempre a la vista de sus guardianes, separada de sus hijos.
Su proceso se celebró sin la más mínima apariencia de legalidad, en realidad no se hizo nada para aparentar esta legalidad. J. P. BOIS lo califica de "odioso". Fue acusada de conspirar contra Francia por medio de toda clase de intrigas. Incluso se llegó a acusarla de haber mantenido una relación incestuosa con su hijo. María Antonieta, en defensa de esta acusación, apeló a todas las madres de Francia. Tras tres días de deliberación fue declarada culpable de alta traición.
La Reina ante el Tribunal Revolucionario |
Fue abucheada mientras se dirigía al cadalso y durante su ejecución que tuvo lugar el 16 de octubre de 1793, estaba a punto de cumplir 38 años, aunque aparentaba muchos más.
Entre los observadores del cortejo que llevaba a la Reina al patíbulo estaba el pintor J. L. David que hizo este dibujo
“¡Por fin esa maldita cabeza se separó de su cuerpo de ramera! ¡Pero debo reconocer que aquella carroña fue valiente y arrogante hasta el final!”
El jurado, compuesto de la gente más dispar, pues hay entre ellos un ex marqués y un ex sacerdote, tiene instrucciones de condenarla, y la condena por unanimidad a pesar de que no se ha encontrado una sola prueba fehaciente contra ella […] A las diez llegó Sansón, el joven y gigantesco verdugo, y la viuda de Luis Capeto [Luis XVI] se dejó dócilmente cortar el pelo y atar las manos a la espalda. Una hora después, verdugo y condenada se subieron a la carreta, y esta se sentó en una tabla sin almohada entre los travesaños, muy distinta del mullido asiento de la carroza de corte, cerrada y con paredes de cristal, en la que su marido había ido a la guillotina ocho meses antes. En el aire frío y desapacible del otoño, la condenada se mantiene firme e impávida, aunque cada traqueteo de la pesada carreta le dolía en todos los huesos. No parece oír los sarcásticos clamores de las mujeres que aguardan junto a la iglesia de Saint Roch, ni ver al comandante Grammont que blande delante del pesado caballo, gritando: —¡He aquí a la infame María Antonieta! Con las manos atadas a la espalda, parece más erguida, y hasta el Père Duchesne, el furibundo periódico antimonárquico confiesa al día siguiente: «La muy bribona se mantuvo audaz e insolente hasta el final». […] En la esquina de Saint Honoré está al acecho uno de los mayores y más geniales oportunistas que dio el siglo XVIII: Luis David, azote de tiranos y adorador de Napoleón, vociferante enemigo de la aristocracia que acabó ostentando título de barón; bloc y lápiz en ristre, David apunta un rápido esbozo de María Antonieta camino del cadalso: afeada y avejentada, pero aún firme y orgullosa, boca soberbiamente cerrada, ojos indiferentes a cuanto la rodea, indecible desdén en cada uno de sus rasgos. La carreta se detiene en la Plaza de la Revolución, ahora de la Concordia. La condenada se levanta. Sansón, bien asida la cuerda que le ata las manos, la precede. Los zapatos negros de tacón alto de la ex reina suben los escalones de tabal [madera de barril] como si mármol de Versalles fueran. […] Sansón levanta la cabeza a los cuatro vientos y diez mil bocas gritan: «¡Viva la República!», dispersándose rápidamente, pues ya son las doce y cuarto, la hora de la comida.
(Jacques René Hébert, en su periódico Le Père Dúchense)
El jurado, compuesto de la gente más dispar, pues hay entre ellos un ex marqués y un ex sacerdote, tiene instrucciones de condenarla, y la condena por unanimidad a pesar de que no se ha encontrado una sola prueba fehaciente contra ella […] A las diez llegó Sansón, el joven y gigantesco verdugo, y la viuda de Luis Capeto [Luis XVI] se dejó dócilmente cortar el pelo y atar las manos a la espalda. Una hora después, verdugo y condenada se subieron a la carreta, y esta se sentó en una tabla sin almohada entre los travesaños, muy distinta del mullido asiento de la carroza de corte, cerrada y con paredes de cristal, en la que su marido había ido a la guillotina ocho meses antes. En el aire frío y desapacible del otoño, la condenada se mantiene firme e impávida, aunque cada traqueteo de la pesada carreta le dolía en todos los huesos. No parece oír los sarcásticos clamores de las mujeres que aguardan junto a la iglesia de Saint Roch, ni ver al comandante Grammont que blande delante del pesado caballo, gritando: —¡He aquí a la infame María Antonieta! Con las manos atadas a la espalda, parece más erguida, y hasta el Père Duchesne, el furibundo periódico antimonárquico confiesa al día siguiente: «La muy bribona se mantuvo audaz e insolente hasta el final». […] En la esquina de Saint Honoré está al acecho uno de los mayores y más geniales oportunistas que dio el siglo XVIII: Luis David, azote de tiranos y adorador de Napoleón, vociferante enemigo de la aristocracia que acabó ostentando título de barón; bloc y lápiz en ristre, David apunta un rápido esbozo de María Antonieta camino del cadalso: afeada y avejentada, pero aún firme y orgullosa, boca soberbiamente cerrada, ojos indiferentes a cuanto la rodea, indecible desdén en cada uno de sus rasgos. La carreta se detiene en la Plaza de la Revolución, ahora de la Concordia. La condenada se levanta. Sansón, bien asida la cuerda que le ata las manos, la precede. Los zapatos negros de tacón alto de la ex reina suben los escalones de tabal [madera de barril] como si mármol de Versalles fueran. […] Sansón levanta la cabeza a los cuatro vientos y diez mil bocas gritan: «¡Viva la República!», dispersándose rápidamente, pues ya son las doce y cuarto, la hora de la comida.
Jesús PARDO
«María Antonieta. Fulgor y muerte de la última reina de Francia», tomado de https://historiamc.files.wordpress.com/2010/10/rev_fran.pdf
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